Hace poco volví a leer las cartas de Antonin Artaud a André Breton, a propósito de una exposición internacional del surrealismo que este último organizaba en París a finales de los años cuarenta. Artaud, ese “tigre desdentado loco de razón”, rechazó la invitación de Breton para participar. Sus argumentos, tan radicales como iluminadores, mostraban al autor de “Van Gogh el suicidado de la sociedad” en pleno uso de sus facultades demenciales. Rechazaba el valor mercantil del arte, la incongruencia de una exposición surrealista financiada por el capitalismo (sic), y especialmente, el interés de Breton por las ciencias ocultas. “Tengo mi propia idea del nacimiento, de la vida, de la muerte, de la realidad, y del destino, y no admito que me impongan o me sugieran ninguna otra…” Artaud, poeta de la estirpe de Nerval, de Poe, de Lautréamont, era un pozo repleto de contradicciones, pero también lleno de tantas certezas, de aquellas que tienen los locos, como dice Álvaro de Campos en uno de sus poemas. Este collage se inició con la fotografía de una persona anónima siendo sujetada –posiblemente– en un asilo para enfermos mentales. El propio Artaud fue internado en varios hospitales psiquiátricos donde fue medicado y recibió choques eléctricos (Michel Foucault habla de su caso en su célebre libro). El tema de la locura es literalmente abismal y complejo, pero aquellos que –como Artaud– lograron compartir algo de su razón delirante, nos hacen estar más cerca de los vivos que de los muertos.