Escapaste del paraíso para coger y fumar sin ser vista. Cada mañana desmenuzas tus alas y le das de comer a los pájaros para hacer más nutritiva su leche, ¿lo recuerdas? Eres la condesa sin trono ni sangre sentada en una banca parisina, donde miras de un lado a otro en espera de ver pasar a Maldoror y a su perro. Cuando el ardor es insoportable, te zambulles en una tina llena de diccionarios recortados al azar. Chapuceas y manoteas como una niña sin hallar nunca las palabras adecuadas para decir qué sientes, salvo ese “miedo de no saber nombrar lo que no existe”.

En ciertas tardes, sales a las calles con tu vestido de cabezas de pájaro para atraer a las vírgenes y leerles al oído tus poemas más crueles. Desmenuzas tus alas para alimentar a los lobos, para comer y beber de ti misma. Porque, Alejandra, eres una loba ansiosa orinando cada árbol que crece en tu bosque de palabras. ¡Qué ganas de agarrar el crepúsculo con las manos y darle de tijeretazos! Qué ganas de domar el alba con los dientes.

En tus sueños las gacelas son carnívoras. Compartes “su miedo de animal muy joven en la primera noche de las cacerías”. Eres de aquí y eres de allá. Eres de ninguna parte. Muñeca traviesa, le levantas la falda a la muerte para saber si tiene pija o un coño o es un hermafrodita con el que te sientas a reír y a llorar y a fumar en ese bosque de palabras. ¡Qué más da! Sueñas sin remedio con el lugar común de que morir es soñar aunque despiertes como si hubieras “dormido en las fauces de un tigre”.

Acéptalo, Alejandra. Cuántas veces no deseaste hacerte invisible, porque hay tanto que no se ve con los ojos abiertos ni con los párpados cosidos. ¿O es mejor encender una luz para no ver, tal como dijo tu admirado solitario, Antonio Porchia? Es esa absurda y perenne “conspiración de invisibilidades” que te hace desear poder escribir aunque sea el poema más prescindible. Acéptalo, Alejandra, te sabes poeta de grandes vuelos, aunque desconfíes de tus habilidades con el alfabeto… porque sabes de la inutilidad de toda poesía. Si al menos hubiera sido suficiente para salvarte. No lo fueron tampoco la blasfemia y el vicio. Corre el año de tu muerte, 1972. Internada en el psiquiátrico, te hacen besar la cruz y tú respondes chupándola y lamiéndola. Y recuerdas vagamente cómo te excitaba pensar en dios cuando eras una niña, porque le tienes miedo a todo “salvo a la locura y a la muerte”.

Te he visto sacarle punta a tus lápices de colores con un cuchillo que te sirve de espejo (tu más grande amor). Dibujas en tus cartas, intentas darle forma a eso que no sabes cómo describir con palabras, las perras-putas-palabras una y otra vez. Y entonces haces un barco de papel donde quieres huir “al otro lado de la noche”. No te gusta que haya silencio donde debe haber [oh] lenguaje, aunque a veces sirva para un carajo.

Tu poesía no te salvó, Alejandra. Tu “ritmo trastornado” fue vano para permanecer en este mundo. Pero nos iluminó la vida a muchos en nuestra boludez adolescente, aquella que (seamos sinceros) nunca se va como a veces uno cree.

Te quiero, Alejandra, pero se hace tarde, “criatura en plegaria / rabia contra la niebla”. Se hace tarde y se acabaron las palabras. ¡Silencio! Lancémonos hasta el fondo y en el último cigarro nos vamos, aplastándolo contra el sol.